Critz era un fiel abonado a los partidos de la temporada de los Redskins
y pocas cosas en la vida lo emocionaban tanto como su amado
equipo. Greenlaw era un aficionado más bien tibio, pero se había pasado
el día aprendiéndose de memoria las estadísticas en una casa franca
de la CIA situada al norte de Londres. En caso de que el fútbol no diera
resultado, pasaría a la política. Y, si eso tampoco daba resultado, tenía
a una señora muy guapa esperando fuera, a pesar de que Critz no tenía
fama de juerguista.
De repente, Critz experimentó una sensación de añoranza. Sentado
en un pub, lejos de casa, lejos de la locura de la Super Bowl –dos días
lejos y prácticamente ignorada por la prensa británica–, le parecía oír
los gritos del público y sentir su emoción. Si los Redskins hubieran sobrevivido
a los partidos de desempate, él no hubiese estado bebiendo
cervezas en Londres sino en la Super Bowl, en las localidades de la línea
de las cincuenta yardas facilitadas por una de las muchas empresas
a las que podía recurrir. Miró a Greenlaw y le preguntó:
–¿Patriots o Packers?
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–Mi equipo no lo consiguió, pero soy un hincha incondicional de la
NFC, la National Football Conference.
–Yo también. –¿Cuál es su equipo?
Y ésta fue tal vez la pregunta más crucial que hubiera podido formular
Robert Critz. Cuando Greenlaw contestó que los Redskins, Critz sonrió
de corazón y experimentó el deseo de hablar. Se pasaron unos
cuantos minutos estableciendo el pedigrí: cuánto tiempo llevaba cada
uno de ellos siendo hincha de los Redskins, los grandes partidos que
habían presenciado, los grandes jugadores, el campeonato de la Super
Bowl. Greenlaw pidió otra ronda y ambos parecieron dispuestos a repasar
durante horas los viejos partidos. Critz había hablado con muy pocos
yanquis en Londres y no costaba llevarse bien con aquel tipo.
Greenlaw se excusó para ir al lavabo. Estaba arriba, era del tamaño
de un armario para escobas, un agujero como muchos retretes de Londres.
Corrió el pestillo unos segundos para disfrutar de un poco de intimidad
y sacó rápidamente un móvil para informar de sus progresos. El
plan ya estaba en marcha. El equipo estaba esperando unas puertas
más abajo en la calle. Tres hombres y la señora guapa.
Cuando ya iba por la cuarta jarra, y tras discrepar amablemente
acerca de la proporción de touchdowns e interceptaciones de Sonny
Jurgensen, a Critz le entraron finalmente ganas de mear. Preguntó el
camino y desapareció. Greenlaw echó hábilmente en la jarra de Critz
una pastillita blanca de Rohypnol, un fuerte sedante insípido e inodoro.
Cuando el señor Redskins regresó, ya refrescado y dispuesto a seguir
bebiendo, hablaron de John Riggins y de Joe Gibbs y se lo pasaron estupendamente
bien mientras la barbilla del pobre Critz empezaba a inclinarse.
–Uf –dijo con la lengua ya un poco pastosa–. Será mejor que me vaya.
Me espera la parienta.
–A mí también –dijo Greenlaw, levantando su jarra–. Termínese la
cerveza.
Ambos apuraron sus jarras y se levantaron para marcharse; Critz delante
y Greenlaw esperando para darle alcance.
Se abrieron paso entre la gente agrupada en la entrada y salieron a la
acera, donde un frío viento reanimó a Critz, aunque sólo un instante. Se
olvidó de su nuevo amigo y a los veinte pasos empezó a tambalearse
sobre unas piernas que parecían de goma. Tuvo que agarrarse al poste
de una farola. Greenlaw lo sujetó mientras se desplomaba y, para que
lo oyera una joven pareja que estaba pasando en aquellos momentos,
dijo:
91
–Maldita sea, Fred, ya te has vuelto a emborrachar.
Pero Fred lo estaba todo menos borracho. Apareció un automóvil como
llovido del cielo y aminoró la marcha para acercarse al bordillo. Se
abrió la portezuela trasera y Greenlaw empujó a un Critz más muerto
que vivo al asiento posterior.
La primera parada fue un almacén situado a ocho manzanas de distancia.
Allí Critz, ya totalmente inconsciente, fue trasladado a una pequeña
camioneta cerrada de reparto con doble portezuela trasera.
Mientras Critz permanecía tumbado en el suelo de la camioneta, un
agente utilizó una aguja hipodérmica y le inyectó una dosis masiva de
heroína muy pura. La presencia de heroína siempre conseguía que se
falsearan los resultados de la autopsia, a instancias de la familia, claro.
Cuando ya Critz apenas podía respirar, la camioneta abandonó el almacén
camino de la calle Withcomb, no lejos de su apartamento. El
asesinato requería tres vehículos: la camioneta, seguida de un Mercedes
de gran cilindrada y un automóvil en la retaguardia conducido por
un británico de verdad que se quedaría por allí charlando con la policía.
El principal propósito del automóvil de retaguardia era mantener el tráfico
lo más alejado posible del Mercedes.
En la tercera fase, mientras los tres conductores hablaban entre sí y
con dos agentes, incluida la señora guapa oculta en la acera y también
escuchando, se abrieron las portezuelas traseras de la camioneta, Critz
cayó a la calle, el Mercedes se lanzó contra su cabeza y le dio de lleno
con un sordo y desagradable ruido y después todo el mundo desapareció
menos el británico del automóvil de retaguardia. Éste pisó el freno,
bajó precipitadamente, corrió hacia el pobre borracho que acababa de
caer en medio de la calzada y ser atropellado y miró rápidamente a su
alrededor en busca de otros testigos.
No había ninguno, pero se estaba acercando un taxi por el otro carril.
Le hizo señas y muy pronto el tráfico quedó interrumpido. Poco después
empezó a congregarse la gente y llegó la policía. Aunque el británico
del vehículo de la retaguardia hubiera sido el primero en llegar al escenario
de los hechos, apenas había visto nada. Había visto caer a un
hombre a la calzada entre aquellos dos automóviles aparcados allí y ser
atropellado por un automóvil negro de gran cilindrada. O, a lo mejor,
era de color verde oscuro. No estaba muy seguro de la marca ni del
modelo. No se le había ocurrido en ningún momento echar un vistazo al
número de la matrícula. No podía describir al conductor que se había
dado a la fuga después del atropello. Estaba demasiado trastornado por
la contemplación del borracho que había aparecido de repente en la ca92
lle.
Cuando el cuerpo de Bob Critz fue introducido en una ambulancia para
su traslado al depósito de cadáveres, Greenlaw, la señora guapa y
los otros dos componentes del equipo ya estaban a bordo de un tren
que acababa de salir de Londres con destino a París. Se dispersarían
durante anos cuantos días y después regresarían a Inglaterra, su base
de operaciones.
Marco quería desayunar sobre todo porque olía el aroma a jamón y
salchichas a la parrilla procedente de algún lugar de la casa principal,
pero Luigi estaba deseando seguir adelante.
–Hay otros huéspedes y comen todos a la misma mesa –le explicó
mientras ambos metían precipitadamente sus maletas en el vehículo–.
Recuerda que estás dejando un rastro y la signora no olvida nada.
Bajaron por el camino rural en busca de carreteras más anchas.
–¿Adonde vamos? –preguntó Marco.
–Ya veremos.
–¡Deja de jugar conmigo! –rugió Marco y Luigi pegó un respingo–.
¡Soy un hombre absolutamente libre que podría abandonar este automóvil
en cualquier momento!
–Sí, pero...
–¡Deja de amenazarme! Cada vez que te hago una pregunta, me respondes
con las vagas amenazas de que, si voy por mi cuenta, no duraré
ni veinticuatro horas. Quiero saber qué ocurre. ¿Adonde nos dirigimos?
¿Cuánto tardaremos en llegar? ¿Cuánto tiempo permanecerás a
mi lado? Dame algunas respuestas, Luigi, o me largo.
Luigi se adentró en una carretera de cuatro carriles. Según la señalización,
Bolonia se encontraba a treinta kilómetros. Esperó a que la tensión
se suavizara un poco y después dijo:
–Estaremos unos cuantos días en Bolonia. Ermanno se reunirá con
nosotros allí. Seguirás con tus lecciones. Te instalaremos en una casa
franca durante varios meses. Después yo desapareceré y tú te las arreglarás
por tu cuenta.
–Gracias. ¿Por qué era tan difícil decir todo eso?
–El plan varía.
–Sabía que Ermanno no era un estudiante.
–Es un estudiante. Y también forma parte del plan.
–¿Te das cuenta de lo ridículo que es el plan? Piénsalo bien, Luigi. Alguien
está gastando un montón de tiempo y de dinero tratando de enseñarme
otro idioma y otra cultura. ¿Por qué no colocarme de nuevo en
el aparato de carga y esconderme en algún lugar como Nueva Zelanda?
93
–La idea me parece sensacional, Marco, pero yo no soy quien toma
estas decisiones.
–Marco un cuerno. Cada vez que me miro al espejo y digo Marco me
entran ganas de reír.
–Pues no tiene gracia. ¿Conoces a Robert Critz?
Marco hizo una breve pausa.
–Me he reunido con él algunas veces a lo largo de los años. Jamás lo
necesité demasiado. Otro simple mercenario de la política como yo, supongo.
–íntimo amigo del presidente Morgan, jefe de Estado Mayor, director
de campaña.
–¿Y qué?
–Lo mataron anoche en Londres. Con él ya son cinco los que han
muerto por tu causa... Jacy Hubbard, los tres paquistaníes y ahora
Critz. Los asesinatos no han terminado, Marco, y no terminarán. Por favor,
ten un poco de paciencia conmigo. Yo sólo intento protegerte.
Marco echó la cabeza hacia atrás contra el reposacabezas y cerró los
ojos. No podía ni siquiera empezar a ordenar las piezas.
Efectuaron una rápida salida y se detuvieron a poner gasolina. Luigi
regresó al automóvil con dos tacitas de café cargado.
–Café para ir tirando –dijo Marco jovialmente–. Creía que semejantes
males estaban prohibidos en Italia.
–La comida rápida se está abriendo camino. Es una pena.
–Échales la culpa a los estadounidenses. Todo el mundo lo hace.
No tardaron en verse obligados a avanzar a paso de tortuga entre el
tráfico de la hora punta de las afueras de Bolonia. Luigi decía:
–Nuestros mejores automóviles se fabrican por esta zona, ¿sabes?
Ferraris, Lamborghinis, Maseratis, todos los grandes vehículos deportivos.
–¿Me podrían facilitar uno?
–No entra en el presupuesto, lo siento.
–¿Y qué es exactamente lo que entra en el presupuesto?
–Una vida muy tranquila y sencilla.
–Es lo que me suponía.
–Mucho mejor que la que tenías hasta ahora.
Marco tomó un sorbo de café y contempló el tráfico.
–¿Tú no estudiaste aquí?
–Sí. La universidad tiene mil años de antigüedad. Es una de las mejores
del mundo. Te la enseñaré más adelante.
Abandonaron la arteria principal y empezaron a serpear por una polvorienta
periferia. Las calles eran cada vez más cortas y estrechas y
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Luigi parecía conocer muy bien el lugar. Siguieron los carteles que indicaban
el centro de la ciudad y la universidad. De repente, Luigi derrapó,
subió a un bordillo y consiguió introducir el Fiat en un hueco justo lo
bastante ancho para una motocicleta.
–Vamos a comer algo –dijo, y, en cuanto consiguieron salir del vehículo,
echaron a andar rápidamente por la acera en medio del gélido aire.
El siguiente escondrijo de Marco era un hotel de mala muerte situado
a pocas manzanas del casco antiguo de la ciudad.
–Veo que ya ha habido recortes en el presupuesto –murmuró, siguiendo
a Luigi por un pequeño vestíbulo en dirección a la escalera.
–Es sólo por unos días –dijo Luigi.
–Y después, ¿qué?
Marco bregaba con las maletas en la angosta escalera. Luigi no llevaba
nada. Por suerte, la habitación estaba en el primer piso, un espacio
más bien reducido con una pequeña cama y unas cortinas que llevaban
muchos días sin descorrerse.
–Me gusta más Treviso –dijo Marco, contemplando las paredes.
Luigi descorrió las cortinas. La luz del sol contribuyó sólo un poco a
mejorar la situación.
–No está mal –dijo sin demasiada convicción.
–Mi celda de la cárcel era más bonita.
–Te quejas mucho.
–Con razón.
–Deshaz el equipaje. Me reuniré contigo abajo dentro de diez minutos.
Ermanno nos espera.
Ermanno parecía tan desconcertado como Marco por el repentino
cambio de vivienda. Estaba tan agobiado y alterado como si se hubiera
pasado toda la noche siguiéndolos desde Treviso.
Recorrieron con él unas cuantas manzanas hasta llegar a un ruinoso
edificio de apartamentos. No había ascensor a la vista, por lo que subieron
cuatro tramos de escalera y entraron en un minúsculo apartamento
de dos habitaciones con menos mobiliario todavía que el de Treviso.
Estaba claro que Ermanno había hecho rápidamente las maletas y
las había deshecho todavía con más rapidez.
–Tu pocilga es peor que la mía –dijo Marco, echando un vistazo a su
alrededor.
Distribuido sobre una estrecha mesa y a la espera de ser utilizado estaba
el material de estudio que ambos habían utilizado la víspera.
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–Regresaré a la hora del almuerzo –dijo Luigi, marchándose de inmediato.
–Andiamo a studiare –anunció Ermanno. Vamos a estudiar.
–Ya lo he olvidado todo.
–Pero ayer tuvimos una buena sesión.
–¿No podríamos ir a un bar a beber algo? La verdad es que no estoy
de humor.
Pero Ermanno ya había ocupado su puesto al otro lado de la mesa y
pasaba las páginas de su manual. Marco se acomodó a regañadientes
en el asiento del otro lado.
El almuerzo y la cena no fueron muy memorables. Ambos consistieron
en unos apresurados tentempiés en unas falsas trattorias, una versión
italiana de la comida rápida. Luigi estaba de mal humor e insistió,
a veces con muy malos modos, en que sólo hablaran en italiano. Luigi
hablaba despacio y con claridad y lo repetía todo cuatro veces hasta
que Marco lo entendía y después pasaba a la siguiente frase. Resultaba
imposible disfrutar de la comida sometido a semejante presión.
A las doce de la noche Marco ya estaba en la cama de su fría habitación,
arrebujado en la delgada manta, tomando el zumo de naranja que
él mismo había pedido mientras se aprendía de memoria una lista tras
otras de verbos y adjetivos.
¿Qué demonios podía haber hecho Robert Critz para que lo mataran
las mismas personas que, a lo mejor, también estaban buscando a Joel
Backman? La pregunta resultaba demasiado grotesca. Empezaba a vislumbrar
una respuesta. Suponía que Critz estaba presente cuando le
concedieron el indulto; el ex presidente Morgan era incapaz de tomar
semejante decisión por sí mismo. Pero, dejando eso aparte, resultaba
imposible imaginar a Critz implicado a un nivel más elevado. A lo largo
de varias décadas sólo había demostrado ser un buen lacayo sin escrúpulos.
Pero, si la gente estaba muriendo, tenía que aprenderse cuanto antes
los verbos y adjetivos que tenía diseminados ante sus ojos. El idioma
equivalía a supervivencia y movimiento. Luigi y Ermanno no tardarían
en desaparecer y Marco Lazzeri se quedaría solo y tendría que valerse
por sí mismo.
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Marco huyó de su claustrofóbica habitación o «apartamento», tal como
lo llamaban, y salió a dar un largo paseo al amanecer. Las aceras
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estaban casi tan húmedas como el gélido aire. Con un plano de bolsillo
que Luigi le había facilitado, en italiano, naturalmente, se encaminó
hacia el casco antiguo y, tras pasar por delante de las ruinas de las antiguas
murallas de Porta San Donato, torció hacia el oeste por Via Irnerio
bordeando el barrio universitario de Bolonia. Las centenarias aceras
estaban flanqueadas por kilómetros de pórticos.
Estaba claro que la vida empezaba muy tarde en el barrio universitario.
De vez en cuando pasaban un automóvil o una o dos motos, pero el
tráfico de peatones era todavía muy escaso. Luigi le había explicado
que Bolonia tenía una larga historia de tendencia izquierdista y comunista.
Era una historia compleja que Luigi le había prometido explorar
con él.
Marco vio más adelante un pequeño rótulo de neón verde que anunciaba
el bar Fontana y, a medida que se acercaba fue aspirando el aroma
del café cargado. El bar estaba encajado en la esquina de un edificio
antiguo... aunque, en realidad, todos eran antiguos.
La puerta se abrió a regañadientes y, una vez dentro, Marco estuvo a
punto de esbozar una sonrisa al percibir los aromas de café, cigarrillos,
pasteles y los desayunos a la parrilla que se estaban preparando al fondo
del local. Pero, de pronto, se sintió atenazado por el miedo, por la
habitual inquietud de tener que pedir algo en un idioma desconocido.
El bar Fontana no era un lugar de reunión de estudiantes o de mujeres.
Los parroquianos eran de su edad, de cincuenta para arriba, e iban
vestidos de una manera un tanto estrafalaria. Había allí suficientes pipas
y barbas como para ser calificado de lugar de encuentro de profesores.
Uno o dos de ellos lo miraron, pero, en una universidad de
100.000 alumnos, costaba un poco que alguien llamara la atención.
A Marco le asignaron la última mesita del fondo y, cuando finalmente
consiguió acomodarse en su sitio con la espalda contra la pared, se encontró
prácticamente hombro con hombro con sus nuevos vecinos, cada
uno de los cuales parecía perdido en su periódico matinal sin que aparentemente
hubiera reparado en él.
En una de sus clases de cultura italiana, Luigi le había explicado el
concepto del espacio en Europa y lo significativamente distinto que era
éste del que imperaba en Estados Unidos. El espacio en Europa se comparte,
no se protege. Las mesas se comparten, el aire evidentemente
se comparte, porque el humo no molesta a nadie. Los automóviles, las
casas, los autobuses, los apartamentos, los cafés, muchos aspectos importantes
de la vida son más pequeños y, por consiguiente, más apretados
y más voluntariamente compartidos. No resulta ofensivo acercar
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el rostro al de un conocido durante una conversación porque no se viola
ningún espacio. Se habla con las manos, con un abrazo, un achuchón e
incluso a veces con un beso.
Incluso a los estadounidenses cordiales semejante familiaridad les resulta
incomprensible.
Y Marco aún no estaba preparado para ceder demasiado espacio. Tomó
el arrugado menú de la mesa y eligió rápidamente lo primero que
reconoció. Mientras el camarero se detenía y le miraba, le dijo con tanta
naturalidad como pudo:
–Espresso e un panino al formaggio. –Un bocadillo de queso.
El camarero asintió con la cabeza. Nadie levantó la vista al oír el fuerte
acento extranjero de su italiano. Ningún periódico se inclinó para ver
a quién podía pertenecer. A nadie le importaba. Oían constantemente
toda clase de acentos.
Mientras volvía a dejar el menú sobre la mesa, Marco Lazzeri llegó a
la conclusión de que, a lo mejor, le gustaba Bolonia, aunque resultara
ser un nido de comunistas. Con tantos estudiantes y profesores que
iban y venían desde todos los lugares del mundo, los forasteros eran
aceptados como parte de la cultura. Puede que incluso resultara bien
visto hablar con un poco de acento y vestir de una manera distinta. A lo
mejor, no tenía nada de malo estudiar abiertamente el idioma.
Una de las señales que delataban a un forastero era el hecho de observarlo
todo, moviendo rápidamente los ojos como si supiera que estaba
entrando sin permiso en una nueva cultura y no quería que lo sorprendieran.
A Marco no lo sorprenderían observando los detalles del bar
Fontana. Sacó un cuadernillo de hojas de vocabulario e hizo un enorme
esfuerzo por ignorar a las personas y las escenas que deseaba contemplar.
Verbos, verbos, verbos. Ermanno le repetía una y otra vez
que, para dominar el italiano o cualquier otro idioma románico, que para
el caso era lo mismo, uno se tenía que aprender los verbos. El cuadernillo
contenía un millar de verbos básicos y Ermanno aseguraba que
eso era un buen punto de partida.
A pesar de lo aburrido que resultaba el aprendizaje de memoria, Marco
experimentaba un curioso placer. Le parecía tremendamente satisfactorio
pasar cuatro páginas –cien verbos, nombres o lo que fuera– sin
perderse ni uno. Cuando fallaba en alguno o lo pronunciaba mal, volvía
al principio y se castigaba empezando otra vez. Había conquistado trescientos
verbos cuando llegaron el café y el bocadillo. Tomó un sorbo,
reanudó su trabajo como si la comida fuera mucho menos importante
que el vocabulario y ya había alcanzado más o menos los cuatrocientos
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cuando apareció Rudolph.
La silla del otro lado de la mesita redonda de Marco había quedado
desocupada, lo cual llamó la atención de un hombre grueso y bajito,
vestido enteramente de negro desteñido, con rizados mechones grises
asomando bajo una boina negra que conseguía de algún modo mantenerse
en equilibrio sobre su cabeza.
–Buon giorno. E libera? –preguntó educadamente el hombre indicando
la silla.
Marco no entendió muy bien lo que había dicho, pero estaba claro lo
que quería. Captó la palabra libera y dedujo que significaba «libre» o
«desocupada».
–Si –consiguió contestar Marco sin acento, y entonces el hombre se
quitó una larga capa negra, la colocó sobre el respaldo y consiguió situarse
en su sitio.
Cuando se sentó, ambos estuvieron a menos de noventa centímetros
de distancia. «Aquí el espacio es distinto», se repetía Marco. El hombre
dejó un ejemplar de L'Unita sobre la mesa e hizo que ésta se balanceara
adelante y atrás. Marco temió momentáneamente por su espresso.
Para evitar la conversación, se sumergió todavía más en los verbos de
Ermanno.
–¿Americano? –preguntó su nuevo amigo en un inglés sin acento extranjero.
Marco inclinó el cuadernillo y contempló los relucientes ojos no demasiado
lejanos.
–Casi. Canadiense. ¿Cómo lo ha adivinado?
El hombre señaló con la cabeza el librillo diciendo: –Inglés y vocabulario
italiano. No tiene pinta de británico y, por consiguiente, he supuesto
que era estadounidense.
A juzgar por su acento, probablemente no era de la parte alta del
Medio Oeste. Ni de Nueva York o Jersey; tampoco de Tejas o del Sur,
los Apalaches o de Nueva Orleans. Tras haber descartado amplias zonas
del país, Marco ya estaba empezando a pensar en California. Y también
estaba empezando a ponerse muy nervioso. Tendría que mentir y aún
no había practicado lo suficiente.
–Y usted, ¿de dónde es? –preguntó.
–Mi última parada fue Austin, Tejas. De eso hace treinta años. Me
llamo Rudolph.
–Buenos días, Rudolph, encantado. Yo soy Marco. –Estaban en el parvulario,
donde sólo son necesarios los nombres de pila–. No parece tejano.
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–Menos mal –dijo el otro soltando una cordial carcajada sin que apenas
se le viera la boca–. Soy natural de San Francisco.
El camarero se inclinó y Rudolph pidió un café solo y otra cosa en rápido
italiano. El camarero añadió algo más y lo mismo hizo Rudolph,
pero Marco no entendió nada.
–¿Qué le trae a Bolonia? –preguntó Rudolph. Parecía deseoso de
hablar; probablemente no tenía muchas ocasiones de acorralar a un
paisano suyo norteamericano en su café preferido.
Marco inclinó el librillo y contestó:
–Estoy viajando un año por Italia para ver los monumentos e intentar
aprender un poco el idioma.
Medio rostro de Rudolph estaba cubierto por una descuidada barba
gris que empezaba casi a la altura de los pómulos y se derramaba en
todas direcciones. Casi toda su nariz resultaba visible, al igual que parte
de la boca. Pero, por alguna curiosa razón que nadie comprendería jamás
porque nadie se atrevería a hacer una pregunta tan ridícula, había
adquirido el hábito de afeitarse un pequeño círculo bajo el labio inferior
que cubría casi toda la parte superior de la barbilla. Aparte de aquel territorio
virgen, las rizadas patillas estaban autorizadas a ir libremente
por donde quisieran y no parecía que se las lavara demasiado. La parte
superior de su cabeza era más o menos lo mismo: montones de intacto
y brillante matorral gris asomando por debajo de la boina. Puesto que
casi todas sus facciones estaban enmascaradas, toda la atención la
atraían sus ojos. Eran de color verde oscuro y proyectaban unos rayos
que, desde debajo de unas pobladas y colgantes cejas, lo abarcaban
todo.
–¿Cuánto tiempo lleva en Bolonia? –preguntó Rudolph.
–Llegué ayer. No tengo ningún programa. Y usted, ¿qué le trae por
aquí?
Marco estaba deseando mantener la conversación apartada de su
propia persona.
Los ojos bailaron sin parpadear ni una sola vez.
–Llevo treinta años aquí. Soy profesor de la universidad.
Al final, Marco hincó el diente en su bocadillo de queso, en parte porque
tenía apetito pero sobre todo para que Rudolph siguiera hablando.
–¿De dónde es usted? –preguntó éste.
Siguiendo el guión, Marco contestó:
–De Toronto. Mis abuelos emigraron allí desde Milán. Tengo sangre
italiana, pero jamás aprendí el idioma.
–El idioma no es difícil –dijo Rudolph mientras le servían el café. To100
mó la tacita, se la introdujo profundamente en la barba y ésta debió de
localizar la boca. Emitió un chasquido con los labios y se inclinó un poco
hacia delante, como si quisiera hablar–. No me parece usted canadiense
–dijo mientras los ojos parecían burlarse de él.
Marco se estaba esforzando para comportarse como un italiano. Ni siquiera
había tenido tiempo de adoptar una pose de canadiense. ¿Cómo
es exactamente un canadiense? Tomó otro bocado, éste más grande y,
con la boca llena, dijo:
–Lo siento. ¿Cómo llegó aquí desde Austin?
–Es una larga historia.
Marco se encogió de hombros como si dispusiera de mucho tiempo.
–De joven fui profesor en la Facultad de Derecho de la Universidad de
Tejas. Cuando descubrieron que era comunista, empezaron a ejercer
presión para que me fuera. Luché contra ellos. Y ellos lucharon contra
mí. Me envalentoné, sobre todo en clase. A los comunistas no les iba
demasiado bien en Tejas a principios de los años setenta y dudo que
ahora las cosas hayan cambiado demasiado. Me privaron de mi puesto,
me expulsaron de la ciudad y entonces me vine aquí a Bolonia, el corazón
del comunismo italiano.
–¿Qué enseña aquí?
–Jurisprudencia. Derecho. Radicales teorías jurídicas izquierdistas.
Llegó una especie de brioche azucarado y Rudolph se zampó la mitad
de un bocado. Cayeron unas cuantas migas desde las profundidades de
su barba.
–¿Sigue siendo comunista? –preguntó Marco.
–Pues claro. Siempre. ¿Para qué iba a cambiar?
–Parece que ya han perdido un poco el rumbo, ¿no cree? Al final, resulta
que no era tan buena idea como parecía. No hay más que ver el
lío en que se encuentra metida Rusia a causa de Stalin y de su legado.
Y en Corea del Norte se están muriendo de hambre mientras los dictadores
montan ojivas nucleares. Cuba se encuentra cincuenta años por
detrás del resto del mundo. A los sandinistas los echaron de Nicaragua.
China está abrazando el libre mercado capitalista porque el viejo sistema
se le ha hundido. La verdad es que no da resultado, ¿no le parece?
El brioche había perdido su atractivo; los ojos verdes estaban entornados.
Marco vio venir una invectiva, probablemente aderezada con palabrotas
tanto en inglés como en italiano. Miró rápidamente a su alrededor
y se dio cuenta de que había muchas posibilidades de que los
comunistas del bar Fontana lo superaran en número.
¿Y qué había hecho el capitalismo por él? En su honor cabe decir que
101
Rudolph sonrió y se encogió de hombros nostálgico:
–Puede que sí, pero le aseguro que fue muy divertido ser comunista
hace treinta años, sobre todo en Tejas. Qué días aquellos.
Marco señaló con la cabeza el periódico y dijo: –¿Lee usted alguna
vez los periódicos de casa?
–Mi casa está aquí, amigo mío. Me convertí en ciudadano italiano y
llevo veinte años sin pisar Estados Unidos.
Backman suspiró de alivio. No había leído periódicos estadounidenses
desde su puesta en libertad, aunque suponía que la noticia se habría
publicado. Probablemente con viejas fotografías. Su pasado parecía a
salvo con Rudolph.
Marco se preguntó si aquél sería su futuro: la ciudadanía italiana. Si
es que llegaba a tener alguna. ¿Seguiría al cabo de veinte años vagando
por Italia, sin volver la cabeza pero siempre tentado de hacerlo?
–Ha dicho usted «casa» –lo interrumpió Rudolph–. ¿Se refiere a Estados
Unidos o a Canadá?
Marco sonrió y señaló con la cabeza en dirección a un lugar lejano.
–Supongo que por allí.
Un pequeño error que no hubiese tenido que cometer. Para cambiar
rápidamente de tema dijo:
–Ésta es mi primera visita a Bolonia. No sabía que fuera el centro del
comunismo italiano.
Rudolph posó la taza y chasqueó los labios parcialmente ocultos. Después
se mesó la barba con ambas manos como un viejo gato que se
alisa los bigotes.
–Bolonia es muchas cosas, amigo mío –dijo como si se dispusiera a
iniciar un largo monólogo–. Siempre ha sido el centro del libre pensamiento
y de la actividad intelectual en Italia, de ahí su apodo inicial, la
dotta, es decir, la docta. Después se convirtió en la patria de la izquierda
política y se ganó su segundo apodo, la rossa, la roja. Y los boloñeses
siempre se han tomado muy en serio su comida. Creen, y probablemente
tienen razón, que esto es el vientre de Italia. De ahí su tercer
apodo de la grassa, la gorda, un término cariñoso porque no verá usted
muchas personas gordas por aquí. Yo estaba gordo cuando llegué. –Se
dio orgullosamente una palmada en el estómago con una mano mientras
se terminaba el brioche con la otra.
De repente, a Marco lo asaltó una aterradora pregunta: ¿Sería posible
que Rudolph formara parte de la interferencia? ¿Sería compañero de
equipo de Luigi y Ermanno y Stennett y cualquier otro que pudiera
102
haber allí afuera en la sombra, trabajando duro para preservar la vida
de Joel Backman? Seguro que no. Seguro que era lo que había dicho,
un profesor. Un tipo raro, un inadaptado, un veterano comunista que
había encontrado una vida mejor en otro sitio.
La idea se le pasó, pero no la olvidó. Marco se terminó su pequeño
bocadillo y llegó a la conclusión de que ya habían hablado suficiente. De
repente, tenía que tomar un tren para dedicar el día a otros lugares de
interés. Consiguió salir de detrás de la mesa y Rudolph le dedicó una
afectuosa despedida.
–Estoy aquí todas las mañanas –dijo–. Vuelva cuando pueda quedarse
más tiempo.
–Grazie –dijo Marco–. Arrivederci.
En el exterior del café, Via Irnerio se estaba animando con las pequeñas
camionetas de reparto que ya habían iniciado sus trayectos. Dos
conductores se gritaron, probablemente palabrotas amistosas. Marco
jamás lo entendería. Se alejó del café por temor a que el viejo Rudolph
tuviera la ocurrencia de preguntarle alguna otra cosa y saliera disparado
del local. Tomó por una calle secundaria, Via Capo di Lucca –estaba
aprendiendo que todas estaban rotuladas y podía localizarlas fácilmente
en el plano– y se dirigió zigzagueando hacia el centro. Pasó por delante
de otro pequeño y acogedor café, dio marcha atrás y entró a tomarse
un cappuccino.
Allí no lo molestó ningún comunista, incluso le pareció que nadie se
fijaba en él. Marco y Joel Backman saborearon el momento... la deliciosa
y fuerte bebida, la densa y caldeada atmósfera, las apagadas risas
de los que estaban conversando. En aquel preciso momento nadie en el
mundo sabía exactamente dónde estaba; la sensación era verdaderamente
estimulante.
A instancias de Marco, las sesiones matinales empezaban a las ocho y
no treinta minutos más tarde. Ermanno, el estudiante, seguía necesitando
muchas horas de sueño, pero no podía discutir con el entusiasmo
de que hacía gala su alumno. Marco llegaba a cada lección con las listas
de su vocabulario totalmente aprendidas de memoria, con los diálogos
perfeccionados y un apremiante deseo de asimilar el idioma que a duras
penas dominaba. En determinado momento, sugirió que empezaran
a las siete.
La mañana que conoció a Rudolph, Marco se pasó dos horas ininterrumpidas
estudiando y después dijo bruscamente:
103
–Vorrei vedere l'universita. –Quisiera ver la universidad.
–¿Quando? –preguntó Ermanno.
–Adesso. Andiamo ajare una passeggiata. –Ahora. Vamos a dar un
paseo.
–Pensó que dobbiamo studiare. –Creo que tenemos que estudiar.
–Si. Possiamo studiare camminando. –Podemos estudiar caminando.
Marco ya se había levantado y estaba poniéndose el abrigo. Abandonaron
el deprimente edificio y echaron a andar hacia la universidad.
–¿Questa via come si chiama? –preguntó Ermanno. ¿Cómo se llama
esta calle?
–E via Donati –contestó Marco sin buscar el nombre de la calle.
Se detuvieron delante de una abarrotada tiendecita y Ermanno preguntó:
–¿Che tipo di negozio é questo? –¿Qué clase de establecimiento es
éste?
–Una tabaccheria. –Un estanco.
–¿Che cosa puoi comprare in questo negozio? –¿Qué puedes comprar
en esta tienda?
–Posso comprare molte cose. Giornali, riviste, francobolli, sigarette. –
Puedo comprar muchas cosas. Periódicos, revistas, sellos, cigarrillos.
La sesión se convirtió en un animado juego de nombramiento de cosas.
Ermanno señalaba con la mano y decía:« ¿Cosa é quello?» Una bicicleta,
un policía, un automóvil azul, un autobús, un banco, un contenedor
de basura, un estudiante, una cabina telefónica, un perrito, un
café, una pastelería. Exceptuando una farola, Marco fue rápido con cada
palabra italiana. Y todos los verbos más importantes –caminar, hablar,
ver, estudiar, pensar, conversar, respirar, comer, beber, darse prisa,
conducir–, la lista era interminable y Marco tenía a su disposición las
correspondientes traducciones.
Pocos minutos después de las diez, la universidad empezó finalmente
a cobrar vida. Ermanno explicó que no había un campus central, ningún
cuadrado estilo americano bordeado de árboles y cosas por el estilo. La
Universitá degli Studi estaba repartida en docenas de preciosos edificios,
algunos de quinientos años de antigüedad, casi todos ellos agrupados
de punta a punta de Via Zamboni, aunque con el paso de los siglos
la universidad había crecido y ahora abarcaba una amplia zona de
Bolonia.
Durante una o dos manzanas olvidaron la lección de italiano en medio
de la oleada de estudiantes que apuraban el paso yendo y viniendo de
104
sus clases. Marco se sorprendió buscando a un viejo de brillante cabello
gris, su comunista preferido, su primera amistad auténtica desde que
saliera de la cárcel. Ya había decidido volver a ver a Rudolph.
En el 22 de Via Zamboni, Marco se detuvo para contemplar una placa
entre la ventana y la puerta:
FACOLTÁ DI GIURISPRUDENZA.
–¿Ésta es la Facultad de Derecho?
–Sí.
Rudolph debía de estar dentro por algún sitio, difundiendo sin duda
sus tesis izquierdistas entre sus impresionables alumnos.
Reanudaron la marcha sin prisas, jugando a nombrar las cosas y disfrutando
de la energía de la calle.
13
La lezione a piedi –lección a pie– continuó al día siguiente cuando
Marco se rebeló después de media hora de aburrida gramática sacada
directamente del libro de texto y exigió salir a dar un paseo.
–Ma devi imparare la grammatica –insistía Ermanno. Tienes que
aprenderte la gramática.
Marco ya se estaba poniendo el abrigo.
–En eso te equivocas, Ermanno. Yo necesito una conversación real,
no estructuras de frases.
–Sonó io l'insegnante. –El profesor soy yo.
–Vamos. Andiamo. Bolonia nos espera. Las calles están llenas de alegres
jóvenes, en el aire se perciben los sonidos de tu lengua, esperando
a que yo los asimile. –Al ver que Ermanno dudaba, Marcó sonrió y le dijo–:
Por favor, amigo mío. Llevo seis años encerrado en una pequeña
celda aproximadamente del mismo tamaño que este apartamento. No
puedes pretender que me quede aquí. Ahí fuera hay una ciudad vibrante.
Vamos a explorarla.
Fuera el aire era fresco y vigorizante, no había ni una sola nube en
ninguna parte, un precioso día de invierno que había inducido a los apasionados
boloñeses a echarse a la calle para hacer recados y mantener
largas charlas con los viejos amigos. Se formaban bolsas de intensa
conversación cuando los estudiantes de soñolientos ojos se saludaban y
las amas de casa se reunían para intercambiar chismes. Ancianos caballeros
con abrigo y corbata se estrechaban la mano y después hablaban
105
todos a la vez. Los vendedores callejeros anunciaban a gritos sus últimas
gangas.
Pero para Ermanno aquello no era un paseo por el parque. Si su
alumno quería conversación, estaba claro que se la tendría que ganar.
Señaló y le dijo a Marco, naturalmente en italiano:
–Acércate a aquel policía y pregúntale por dónde se va a la Piazza
Maggiore. Apréndete bien las instrucciones y después me las repites.
Marco se acercó muy despacio, murmurando unas palabras y tratando
de recordar otras. Siempre empezar con una sonrisa y el saludo
apropiado.
–Buon giorno –dijo casi conteniendo la respiración.
–Buon giorno –contestó el policía.
–Mipuó aiutare? –¿Me puede ayudar?
–Certamente.
–Sonó canadese. Non parlo molto bene. –Soy canadiense. No hablo
muy bien el italiano. –Allora.
–Vamos a ver.
El policía seguía sonriendo, visiblemente deseoso de echarle una mano.
–Dov'é la Piazza Maggiore?
El policía se volvió y miró a lo lejos hacia el centro de Bolonia. Carraspeó
y Marco se preparó para el torrente de instrucciones. Ermanno
permanecía de pie a escasa distancia, prestando atención a todo.
Con una cadencia deliciosamente pausada el agente dijo en italiano,
gesticulando, naturalmente, tal como hacen todos:
–No está muy lejos. Baje por esta calle, gire a la izquierda por la siguiente,
que es la Via Zamboni, y sígala hasta que vea dos torres. Tome
por Via Rizzoli y camine tres manzanas.
Marco escuchó con toda atención e intentó repetir cada frase. El policía
volvió a repetir pacientemente el ejercicio. Marco le dio las gracias,
repitió todo lo que pudo en su fuero interno y después se lo soltó todo a
Ermanno.
–Non c'é male –dijo éste. No está mal.
La diversión acababa de empezar. Mientras Marco disfrutaba de su
pequeño triunfo, Ermanno empezó a buscar al siguiente profesor involuntario.
Lo encontró en un anciano que caminaba lentamente apoyado
en un bastón y llevaba un grueso periódico bajo el brazo.
–Pregúntale dónde ha comprado el periódico –le ordenó a su alumno.
Marco se lo tomó con calma, siguió unos pasos al caballero y, cuando
creyó que ya tenía a punto las palabras, dijo:
106
–Buon giorno, scusi. –El anciano se detuvo, le miró y, por un instante,
pareció que iba a levantar el bastón y darle a Marco en la cabeza.
No contestó con el habitual buon giorno–. Dove ha comprato questo
giornale? –¿Dónde ha comprado el periódico?
El viejo contempló el periódico como si fuera de contrabando y después
miró a Marco como si lo hubiera insultado. Señaló con la cabeza
hacia la izquierda y dijo algo así como «por allí». Y así terminó su participación
en la conversación. Mientras el hombre se alejaba arrastrando
los pies, Ermanno se situó al lado de Marco y le dijo en inglés:
–No ha habido mucha conversación, ¿eh?
–Más bien no.
Entraron en un pequeño café. Marco se limitó a pedir un espresso.
Pero Ermanno no se conformaba con cualquier cosa; quería un café con
azúcar pero sin crema de leche y un pastelito de cerezas y le ordenó a
Marco que lo pidiera sin equivocarse. Sobre la mesa Ermanno dispersó
varios billetes de distintos valores y monedas de cincuenta céntimos y
un euro, y ambos practicaron con los números y las cuentas. Después
decidió tomarse otro café, esta vez sin azúcar pero con un poco de
crema de leche. Marco tomó dos euros y regresó con el café. Contó el
cambio.
Después de un breve descanso, regresaron a la calle y dieron un paseo
por la Via San Vitale, una de las principales calles de la universidad,
con pórticos que cubrían ambas aceras y miles de estudiantes apurando
el paso para asistir a clase. Las calles estaban atestadas de bicicletas,
el medio de transporte preferido para circular por allí. Ermanno había
estudiado tres años en Bolonia, o eso dijo por lo menos, aunque Marco
casi no se creía nada de lo que le contaban su profesor o su adiestrador.
–Ésta es la Piazza Verdi –dijo Ermanno, señalando una placita en la
que estaba a punto de iniciarse una manifestación de protesta.
Una melenuda reliquia de los años setenta ajustaba un micrófono,
preparándose sin duda para denunciar a voz en grito las fechorías cometidas
por Estados Unidos en algún lugar del mundo. Sus seguidores
trataban de desplegar una enorme pancarta de fabricación casera muy
mal pintada cuyo texto ni siquiera Ermanno pudo descifrar. Pero habían
llegado demasiado temprano. Los estudiantes estaban medio dormidos
y más preocupados por la posibilidad de llegar tarde a clase.
–¿Qué les pasa? –preguntó Marco al pasar por su lado.
–No lo sé muy bien. Algo relacionado con el Banco Mundial. Aquí
107
siempre hay alguna manifestación.
Siguieron adelante en medio de la juvenil muchedumbre, abriéndose
paso entre la avalancha de peatones camino del centro.
Luigi se reunió a almorzar con ellos en el restaurante Testerino, cercano
a la universidad. Como pagaban la cuenta los contribuyentes estadounidenses,
pedía a menudo sin reparar en el precio. Ermanno, el
estudiante sin blanca, se sentía incómodo con aquellas extravagancias,
pero, siendo italiano, acabó aceptando de buena gana la idea de un
prolongado almuerzo. Éste duró dos horas y en su transcurso no se
pronunció ni una sola palabra en inglés. El italiano fue lento, metódico y
a menudo repetido, pero jamás cedió ante el inglés. A Marco le resultaba
difícil disfrutar de una buena comida mientras su cerebro trabajaba a
destajo tratando de oír, captar, digerir, comprender y elaborar una respuesta
a la última frase que le acababan de lanzar. A menudo la última
frase pasaba por su cabeza sin que él hubiera identificado más que una
o dos palabras antes de ser repentinamente sustituida por otra. Y sus
dos amigos no se lo tomaban a broma. A la menor señal de que Marco
no los seguía, de que se limitaba a asentir con la cabeza para que siguieran
hablando y él pudiera comerse un bocado, se detenían bruscamente
y decían:
–Che cosa Io detto? –¿Qué he dicho?
Marco masticaba unos segundos, tratando de ganar tiempo para pensar
en algo –¡en italiano, maldita sea!– que lo sacara del apuro. Sin
embargo, estaba aprendiendo a escuchar, a captar las palabras esenciales.
Sus dos amigos le habían dicho repetidamente que siempre entendería
mucho más de lo que podría decir.
La comida lo salvó. Tuvo especial importancia la diferencia entre tortellini
(pequeños raviolis rellenos principalmente de carne de cerdo) y
tortelloni (raviolis más grandes rellenos principalmente de requesón). El
chef, al percatarse de que Marco era un canadiense muy interesado en
la gastronomía boloñesa, insistió en servirle los dos platos. Como siempre,
Luigi explicó que ambos eran creaciones exclusivas de los grandes
chefs de Bolonia.
Marco se limitó a comer, haciendo todo lo posible por devorar las deliciosas
raciones mientras procuraba evitar el italiano.
Al cabo de dos horas, Marco insistió en tomarse un descanso. Se bebió
su segundo espresso y se despidió. Los dejó delante del restaurante
y se fue solo. Le silbaban los oídos y la cabeza le daba vueltas a causa
del esfuerzo.
108
Se desvió dos manzanas de Via Rizzoli. Y lo volvió a hacer para asegurarse
de que nadie lo seguía. Las largas aceras porticadas eran ideales
para agacharse y esconderse. Cuando se volvieron a llenar de estudiantes
cruzó la Piazza Verdi, donde la protesta contra el Banco Mundial
había cedido paso a un encendido discurso que, por una vez, hizo que
Marco se alegrara enormemente de no entender el italiano. Se detuvo
en el número 22 de Via Zamboni y una vez más contempló la impresionante
puerta de madera maciza que daba acceso a la Facultad de
Derecho. La cruzó haciendo todo lo posible por aparentar naturalidad.
No había ningún directorio a la vista, pero en un tablón de anuncios estudiantil
se ofrecían apartamentos, libros, compañía, prácticamente de
todo, incluido un programa de estudios estivales en la Wake Forest Law
School.
Al otro lado del vestíbulo el edificio se abría a un patio al aire libre
donde los estudiantes se reunían charlando por los móviles y conversando
mientras aguardaban el comienzo de las clases.
Le llamó la atención una escalera situada a su izquierda. Subió al segundo
piso, donde al final encontró una especie de directorio. Comprendió
la palabra uffici y bajó por un pasillo pasando por delante de
dos aulas hasta encontrar los despachos de la facultad. Casi todos tenían
nombre, pero algunos no. El último pertenecía a Rudolph Viscovitch,
hasta entonces el único apellido no italiano del edificio. Marco llamó con
los nudillos y nadie contestó. Giró el pomo pero la puerta estaba cerrada
con llave. Se sacó del bolsillo del abrigo una hoja de papel del Campeol
de Treviso y garabateó una nota:
Querido Rudolph:
Pasaba por el campus, tropecé con su despacho y quería saludarlo.
Puede que lo vuelva a ver en el bar Fontana. Disfruté de nuestra charla
de ayer. Es bonito oír inglés de vez en cuando. Su amigo canadiense,
Marco Lazzeri.
Lo deslizó por debajo de la puerta y bajó por la escalera detrás de un
grupo de estudiantes. Una vez en Via Zamboni, echó a andar sin rumbo
fijo. Se detuvo a tomar un gelato y después regresó sin prisa a su
hotel. Su oscuro cuartito estaba demasiado frío para echar una siesta.
Se prometió volver a quejarse a su adiestrador. El almuerzo había costado
más que tres noches de su habitación. Seguro que Luigi y los que
estaban por encima de él podían permitirse pagar un sitio un poco me109
jor.
Volvió con paso cansino al apartamento–armario de Ermanno para la
sesión de la tarde.
Luigi esperó pacientemente en la Céntrale de Bolonia la llegada del
Eurostar directo de Milán. La estación de trenes estaba relativamente
tranquila durante la pausa que precedía a la hora punta de las cinco de
la tarde. A las 3.35, cumpliendo exactamente el horario, la aerodinámica
bala entró con un silbido para efectuar una rápida parada y Whitaker
bajó de un salto al andén.
Puesto que Whitaker nunca sonreía, ambos apenas se saludaron. Tras
un indiferente apretón de manos, se dirigieron al Fiat de Luigi.
–¿Qué tal tu chico? –preguntó Whitaker en cuanto cerró la portezuela.
–Lo está haciendo muy bien –contestó Luigi mientras ponía el motor
en marcha y se alejaba del lugar–. Estudia muy duro. No tiene mucho
más que hacer.
–¿Y se queda en su sitio?
–Sí. Le gusta pasear por la ciudad, pero teme alejarse demasiado.
Además, no tiene dinero.
–Mantenedlo sin un céntimo. ¿Qué tal va su italiano?
–Aprende muy rápido. –Se encontraban en la Via della Indipendenza,
una ancha calle que los estaba llevando directamente hacia el sur, al
centro de la ciudad–. Está muy motivado.
–¿Tiene miedo?
–Creo que sí.
–Es listo y es un manipulador, Luigi, no lo olvides. Y, precisamente
porque es listo, tiene también mucho miedo. Sabe que corre peligro.
–Le conté lo de Critz.
–¿Y qué?
–Se quedó perplejo.
–¿No se asustó?
–Sí, creo que sí. ¿Quién se cargó a Critz?
–Supongo que nosotros, pero eso nunca se sabe. ¿Está preparada la
casa franca?
–Sí.
–Muy bien. Vamos a ver el apartamento de Marco.
Via Fondazza era una tranquila calle residencial situada en el extremo
suroriental del casco antiguo, a pocas manzanas del barrio universitario.
Como en el resto de Bolonia, las aceras de ambos lados de la calle
110
eran porticadas. Las puertas de las casas y los apartamentos se abrían
directamente a las aceras. Casi todos los edificios tenían placas de latón
al lado de los porteros electrónicos, pero el 112 de Via Fondazza no.
Carecía de placa y estaba alquilado desde hacía tres años a un misterioso
hombre de negocios de Milán que pagaba el alquiler pero raras
veces lo utilizaba. Whitaker llevaba más de un año sin verlo; tampoco
es que fuera muy interesante. Era un sencillo apartamento de unos
ciento ochenta metros cuadrados y cuatro habitaciones sucintamente
amuebladas. Costaba 1.200 euros al mes. Era un piso franco, más o
menos; uno de los tres que en aquellos momentos tenía bajo su control
en el norte de Italia.
Constaba de dos dormitorios, una pequeña cocina y una sala de estar
con un sofá, un escritorio, dos sillones de cuero y ningún televisor. Luigi
señaló el teléfono y ambos comentaron casi en lenguaje cifrado las características
del dispositivo de grabación que se había instalado, indetectable.
Había dos micrófonos ocultos en cada habitación, potentes
aparatos que captaban cualquier sonido. Había también dos cámaras
microscópicas: una oculta en una rendija de un viejo azulejo, en la parte
superior del estudio, desde donde se podía ver la puerta principal. La
otra estaba escondida en un barato aplique de la pared de la cocina y
permitía ver con toda claridad la puerta trasera.
No vigilarían el dormitorio, cosa de la cual Luigi dijo alegrarse. En caso
de que Marco consiguiera encontrar a una mujer dispuesta a visitarle,
la podrían captar entrando y saliendo con la cámara del estudio y
eso era más que suficiente para Luigi. En caso de que se muriera de
aburrimiento, podría accionar un interruptor y escuchar para divertirse.
El piso franco estaba separado de otro apartamento por una gruesa
pared de piedra. Luigi se alojaba en la puerta contigua, en una vivienda
de cinco habitaciones ligeramente más grande que la de Marco. Su
puerta trasera daba a un jardincillo invisible desde el piso franco; así
nadie sabía sus movimientos. La cocina había sido transformada en un
cuarto de vigilancia de alta tecnología desde el que podía accionar una
cámara siempre que quisiera y echar un vistazo a lo que ocurría en la
puerta de al lado.
–¿Estudiarán aquí? –preguntó Whitaker.
–Sí. Creo que es suficientemente seguro. Además, yo puedo controlar
las cosas.
Whitaker volvió a recorrer cada una de las habitaciones. Cuando ya
hubo visto suficiente, preguntó:
–¿Todo a punto en la puerta de al lado?
111
–Todo. Me he pasado las últimas dos noches allí. Estamos preparados.
–¿Con cuánta rapidez lo puedes trasladar?
–Esta misma tarde.
–Muy bien. Vamos a ver al chico.
Echaron a andar hacia el norte hasta el final de Via Fondazza y después
hacia el noroeste por una calle más ancha, la Strada Maggiore. El
lugar de la cita era un pequeño café llamado Lestre's. Luigi tomó un periódico
y se sentó solo a una mesa, Whitaker tomó otro periódico y se
sentó muy cerca de él. Ninguno prestaba atención al otro. A las cuatro
y media en punto, Ermanno y su alumno entraron a beberse un rápido
espresso con Luigi.
En cuanto se hubieron saludado y quitado los abrigos, Luigi preguntó:
–¿Estás cansado del italiano, Marco?
–Estoy harto de él –contestó Marco sonriendo.
–Muy bien. Hablemos en inglés.
–Que Dios te bendiga.
Whitaker, sentado a un metro y medio de distancia, parcialmente escondido
detrás del periódico, fumaba un cigarrillo como si no tuviera el
menor interés por ninguno de quienes lo rodeaban. Como es natural,
conocía a Ermanno, pero jamás lo había visto. Marco era otra historia.
Aproximadamente unos doce años antes, Whitaker había estado en
Washington haciendo un trabajo en Langley, en la época en que todo el
mundo conocía al intermediario. Recordaba a Joel Backman como una
fuerza política que dedicaba casi tanto tiempo a cultivar su egocéntrica
imagen como a representar a sus importantes clientes. Era el epítome
del dinero y el poder, el influyente personaje capaz de avasallar, engatusar
y soltar el suficiente dinero como para conseguir cualquier cosa
que se propusiera.
Era asombroso lo que seis años en la cárcel podían hacer. Ahora estaba
muy delgado y tenía un aspecto muy europeo con sus gafas Armani.
Le estaban empezando a salir canas en la barba. Whitaker estaba
seguro de que prácticamente nadie del otro lado del Atlántico hubiese
podido entrar en el Lestre's en aquel momento y reconocer a Joel
Backman.
Marco sorprendió al hombre situado a un metro y medio de distancia
mirándole ligeramente más de lo debido, pero no sospechó nada. Estaban
conversando en inglés y puede que pocas personas lo hicieran, por
lo menos en el Lestre's. Cerca de la universidad se escuchaban varios
112
idiomas en todos los cafés.
Ermanno se excusó tras beberse un espresso.
A los pocos minutos Whitaker también se marchó. Recorrió unas
cuantas manzanas hasta un cibercafé que ya había utilizado otras veces.
Conectó su portátil y tecleó un mensaje para Julia Javier de Langley:
El apartamento de Fondazza ya está listo, debería trasladarse esta
noche. He echado un visto a nuestro hombre, tomando café con nuestros
amigos. De otro modo, no lo habría reconocido. Se está adaptando
muy bien a su nueva vida. Aquí todo está en orden; no hay ningún problema.
Cuando ya había anochecido, el Fiat se detuvo a mitad de Via Fondazza
y lo descargaron en un santiamén. Marco hacía muy rápido el
equipaje porque no tenía prácticamente nada. Dos bolsas de ropa y
unos cuantos libros de texto de italiano y listo. Cuando entró en su
nuevo apartamento, lo primero que notó fue que estaba suficientemente
caldeado.
–Eso ya es otra cosa –le dijo a Luigi.
–Voy a aparcar el automóvil. Echa un vistazo.
Miró a su alrededor, contó cuatro habitaciones con un bonito mobiliario,
nada de particular pero una gran mejora en comparación con su último
alojamiento. La vida estaba mejorando... diez días antes estaba en
la cárcel.
Luigi regresó enseguida.
–¿Qué te parece?
–Me lo quedo. Gracias.
–Faltaría más.
–Y gracias también a la gente de Washington.
–¿Has visto la cocina? –preguntó Luigi dándole al interruptor de la
luz.
–Sí, está perfecta. ¿Cuánto tiempo me quedaré aquí, Luigi?
–Yo no tomo estas decisiones. Ya lo sabes.
–Lo sé.
Habían regresado al estudio.
–Un par de cosas –dijo Luigi–. Primero, Ermanno vendrá cada día
aquí para ayudarte a estudiar. De ocho a once y después de dos a cinco
o cuando tú quieras parar.
–Estupendo. Pero buscadle al chico otro apartamento, por favor. Su
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pocilga es una vergüenza para los contribuyentes estadounidenses.
–Segundo, ésta es una calle muy tranquila, principalmente de apartamentos.
Entra y sal rápidamente, no te entretengas a charlar con los
vecinos, no hagas amistades. Recuerda, Marco, que estás dejando un
rastro. Como sea muy marcado, alguien te encontrará.
–Te lo he oído decir diez veces.
–Pues vuelve a oírme.
–Cálmate, Luigi. Mis vecinos jamás me verán, te lo prometo. Me gusta
este sitio. Es mucho más bonito que mi celda de la cárcel.
14
La ceremonia en honor de Robert Critz se celebró en un mausoleo
que parecía un club de campo, en un lujoso barrio residencial de Filadelfia,
la ciudad donde había nacido pero que él había evitado visitar
por lo menos en los últimos treinta años. Había muerto sin testamento
y sin ninguna disposición final. La pobre señora Critz tuvo que ocuparse
de trasladarlo a casa desde Londres y de deshacerse debidamente de
él. Un hijo propuso la idea de la incineración y la colocación en un bonito
nicho de mármol bien protegido de las inclemencias del tiempo. A
aquellas alturas, la señora Critz hubiese accedido a casi cualquier cosa.
El hecho de sobrevolar durante siete horas el Atlántico (en una litera)
con los restos de su marido situados en algún lugar debajo de ella en
una caja especialmente diseñada para el traslado aéreo de seres humanos
muertos había estado casi a punto de hacerle perder los nervios.
Después se había tenido que enfrentar con el caos del aeropuerto, donde
no había nadie para recibirla ni asumir la responsabilidad de la situación.
¡Qué desastre!
La ceremonia era sólo por invitación, una condición impuesta por el
ex presidente Arthur Morgan, el cual, tras haberse pasado escasamente
dos semanas en Barbados no estaba dispuesto a regresar y que lo viera
alguien. En caso de que estuviera sinceramente apenado por la muerte
de su amigo de toda la vida, no lo dejaba traslucir. Había discutido tanto
los detalles de la ceremonia con la familia Critz que, al final, casi le
habían pedido que no asistiera.
La fecha se había modificado a causa de Morgan. El orden de la ceremonia
no era de su agrado. Accedió a regañadientes a pronunciar un
discurso de alabanza, pero sólo en caso de que fuese muy breve. Lo
cierto era que jamás le había gustado la señora Critz ni él a ella.
Al reducido círculo de amigos y a la familia les resultaba imposible
114
creer que Robert Critz se hubiera emborrachado en un pub de Londres
hasta el extremo de caminar haciendo eses por una bulliciosa calle y
caer delante de un automóvil. Cuando el resultado de la autopsia reveló
una significativa cantidad de heroína, la señora Critz se llevó tal disgusto
que insistió en que el informe se sellara y enterrara. Se había negado
a hablarles a sus hijos del narcótico. Estaba absolutamente segura de
que su marido jamás había tocado una droga ilegal –bebía demasiado,
aunque eso muy pocas personas lo sabían–, pero, a pesar de ello, estaba
firmemente decidida a proteger su buen nombre.
La policía de Londres había accedido de buen grado a guardar los resultados
de la autopsia y archivar el caso. Habían hecho preguntas, naturalmente,
pero estaban muy ocupados con otros casos y, además, tenían
una viuda deseosa de regresar a casa y olvidarlo todo.
La ceremonia comenzó a las dos de la tarde de un jueves –la hora
también la había decidido Morgan para que su jet privado pudiera volar
sin escalas desde Barbados al Aeropuerto Internacional de Filadelfia– y
duró una hora. Se habían cursado invitaciones a ochenta y dos personas
y se presentaron cincuenta y una, casi todas ellas más interesadas
en ver al presidente Morgan que en despedirse del viejo Critz. La presidió
un pastor semiprotestante de nadie sabía exactamente qué secta.
Critz llevaba cuarenta años sin ver el interior de una iglesia como no
fuera para asistir a bodas o funerales. El pastor se enfrentó con la difícil
tarea de evocar el recuerdo de un hombre al que jamás había conocido
y, por más que lo intentó, sus esfuerzos resultaron infructuosos. Leyó
unos pasajes de los Salmos. Pronunció una vaga plegaria que igual
hubiese servido para un diácono que para un asesino en serie. Dedicó
unas palabras de consuelo a la familia, cuyos miembros eran para él
unos perfectos desconocidos.
Más que una sentida despedida, la ceremonia fue tan fría como las
paredes de mármol gris de la falsa capilla. Morgan, con un bronceado
ridículo para el mes de febrero, trató de halagar al reducido grupo con
algunas anécdotas acerca de su viejo amigo, pero no pudo disimular la
indiferencia de alguien que hace las cosas por simple compromiso y está
deseando desesperadamente regresar a su jet.
Las horas pasadas bajo el sol del Caribe habían convencido a Morgan
de que la culpa de la desastrosa campaña de su reelección se podía
atribuir exclusivamente a Robert Critz. No le había revelado a nadie sus
conclusiones; en realidad, no tenía a nadie en quien confiar, pues en la
mansión de la playa no estaban más que él y los sirvientes nativos que
lo atendían. Pero ya estaba empezando a sentir rencor y a poner en te115
la de juicio su amistad.
No se entretuvo con la gente cuando la ceremonia empezó a perder
fuelle y terminó de una vez. Ofreció los preceptivos abrazos a la señora
Critz y a sus hijos, habló brevemente con algunos viejos amigos, prometió
verlos al cabo de unas semanas y se marchó precipitadamente en
compañía de su obligatoria escolta del Servicio Secreto. Las cámaras de
los noticiarios llevaban mucho rato esperando al otro lado de la valla del
recinto, pero no pudieron captar ninguna imagen del ex presidente, que
permanecía agachado en la parte trasera de una de las dos camionetas
negras. Cinco horas más tarde ya se encontraba junto a la piscina contemplando
otro ocaso caribeño.
A pesar de que la ceremonia había interesado a un reducido número
de personas, éstas habían sido cuidadosamente observadas por otras.
En su transcurso, Teddy Maynard recibió una lista de los cincuenta y un
asistentes. No había ningún sospechoso. Ningún nombre dio lugar a que
alguien enarcara una ceja.
El asesinato había sido limpio. La autopsia estaba enterrada gracias
en parte a la señora Critz y gracias en parte a unos hilos de los que se
había tirado a un nivel mucho más alto en la policía de Londres.
El cuerpo se había convertido en ceniza y el mundo no tardaría en olvidarse
de Robert Critz. Su estúpida incursión en la desaparición de
Backman había terminado sin causar el menor daño al plan.
El FBI había tratado infructuosamente de instalar una cámara oculta
en el interior de la capilla. El propietario se había opuesto y después se
había negado a doblegarse a pesar de la enorme presión ejercida sobre
él. Permitió la instalación de cámaras ocultas en el exterior, que ofrecieron
primeros planos de todos los asistentes entrando y saliendo. Las
imágenes en directo se montaron y, una hora después de la ceremonia,
el director ya disponía de información.
La víspera de la muerte de Robert Critz, el FBI recibió una noticia sorprendente.
Era completamente inesperada, libremente facilitada por un
desesperado empresario que se enfrentaba a treinta años de condena
por estafa en una prisión federal. Era el gerente de una importante sociedad
de inversión inmobiliaria que había sido sorprendido apropiándose
de las cuotas de los clientes; uno de los muchos escándalos de Wall
Street de unos cuantos miles de millones de dólares. Pero al parecer la
sociedad pertenecía a una camarilla bancaria internacional y, a lo largo
de los años, el estafador se había ido abriendo paso hasta el núcleo de
la organización. Gracias en buena parte a su talento para birlar, la in116
versión era tan rentable que los beneficios no podían pasar inadvertidos.
Fue nombrado por votación miembro de la junta directiva y le regalaron
una vivienda de lujo en Bermuda, el cuartel general de su discretísima
empresa.
En su desesperación por evitar pasarse el resto de la vida en la cárcel,
se mostró dispuesto a revelar ciertos secretos. Secretos bancarios.
Basura de paraísos fiscales. Aseguró poder demostrar que el ex presidente
Morgan, durante el último día de su mandato, había vendido por
lo menos un indulto por tres millones de dólares. El dinero había sido
telegrafiado desde un banco de Gran Caimán a un banco de Singapur,
ambos controlados en secreto por la camarilla que él acababa de abandonar.
El dinero aún permanecía escondido en Singapur, en una cuenta
abierta por una empresa que, en realidad, era propiedad de un viejo
compinche de Morgan. El dinero, según el confidente, estaba destinado
a Morgan.
Una vez confirmadas por el FBI las transferencias y las cuentas, se
puso inmediatamente un acuerdo sobre la mesa. El estafador se enfrentaba
ahora a sólo dos años de cómodo arresto domiciliario. El hecho de
que se hubiera pagado dinero en efectivo a cambio de un indulto presidencial
era un delito tan escandaloso que en el edificio Hoover se convirtió
en una prioridad.
El confidente no pudo decir a quién pertenecía el dinero que había
abandonado Gran Caimán, pero al FBI le resultaba de todo punto evidente
que sólo dos de los indultados por Morgan tenían capacidad para
pagar semejante soborno. El primero y más probable era el duque de
Mongo, el anciano multimillonario con el récord de dólares defraudados
al fisco, por lo menos por una persona física. El récord de una empresa
era todavía objeto de discusión. Pero el confidente tenía casi la certeza
de que Mongo no estaba implicado, pues ya tenía una larga y desagradable
historia con los bancos en cuestión. Prefería los suizos, cosa que
fue comprobada por el FBI.
El segundo sospechoso era, naturalmente, Joel Backman. Podía esperarse
semejante soborno de alguien como Backman. A pesar de que el
FBI había creído durante muchos años que no tenía una fortuna oculta,
siempre había habido alguna duda. En su época de intermediario había
mantenido relaciones con bancos, tanto de Suiza como del Caribe.
Había tejido una red oculta de amigos y contactos en lugares clave. Sobornos,
recompensas, aportaciones a campañas, honorarios de sus actividades
en representación de lobbys... Todo era territorio conocido para
el intermediario.
117
El director del FBI era un alma atormentada llamada Anthony Price.
Hacía tres años que había sido nombrado para el cargo por el presidente
Morgan, que seis meses después había tratado de despedirlo. Price
pidió más tiempo y lo consiguió, pero ambos discutían constantemente.
Por alguna razón que nunca lograba recordar exactamente, Price también
había decidido demostrar su hombría midiéndose con Teddy Maynard.
Teddy no había perdido muchas batallas en la guerra secreta de
la CIA contra el FBI y no le tenía ningún miedo a Anthony Price, el último
de una larga lista de inútiles.
Pero Teddy no sabía nada acerca de la conspiración del dinero–a–
cambio–de–un–indulto que ahora consumía al director del FBI. El nuevo
presidente había jurado librarse de Anthony Price y dar un nuevo impulso
a la agencia. También había prometido echar finalmente a Maynard,
pero semejantes amenazas ya se habían oído muchas veces en
Washington.
De repente, a Price se le ofrecía la espléndida oportunidad de asegurarse
el cargo y eliminar a ser posible al mismo tiempo a Maynard.
Acudió a la Casa Blanca e informó al asesor de segundad nacional, confirmado
en su puesto la víspera, acerca de la cuenta sospechosa de
Singapur. En su informe implicaba al ex presidente Morgan. Señalaba la
necesidad de localizar a Joel Backman y remolcarlo de nuevo a Estados
Unidos para ser interrogado y posiblemente acusado. En caso de que se
demostrara la veracidad de los hechos, estallaría un escándalo descomunal
de magnitud histórica.
El asesor de seguridad nacional escuchó con atención. Una vez recibido
el informe, acudió directamente al despacho del vicepresidente,
mandó retirarse a los funcionarios, cerró la puerta y reveló todo lo que
acababa de oír. Ambos se lo comunicaron al presidente.
Como de costumbre, las relaciones entre el nuevo inquilino del Despacho
Oval y su predecesor no eran muy cordiales. Las campañas de
ambos se habían caracterizado por las mismas mezquindades y jugarretas
que ya se habían convertido en un comportamiento habitual de la
política estadounidense. Incluso después de una aplastante victoria de
proporciones históricas y de la emoción de llegar a la Casa Blanca, el
nuevo presidente no estaba muy dispuesto a elevarse por encima del
fango. Adoraba la idea de humillar una vez más a Arthur Morgan. Ya se
imaginaba a sí mismo, después de un sensacional juicio y un veredicto
de culpabilidad, entrando en escena en el último minuto con un indulto
de su propia cosecha para salvar la imagen de la presidencia.
118
¡Menudo momento!
A las seis de la mañana siguiente, el vicepresidente fue conducido en
su habitual caravana armada al cuartel general de la CIA en Langley. El
director Maynard había sido llamado a la Casa Blanca, pero, temiendo
alguna estratagema, se había excusado alegando que sufría de vértigo
y los médicos le habían ordenado permanecer en su despacho. A menudo
dormía y comía allí, sobre todo cuando su vértigo se intensificaba
y lo dejaba aturdido. El vértigo era uno de los achaques que solía utilizar
con más frecuencia.
La reunión fue muy breve. Teddy estaba sentado tras su larga mesa
de reuniones, en la silla de ruedas, envuelto en mantas y con Hoby a su
lado. El vicepresidente entró con un ayudante y, tras una breve y embarazosa
charla intrascendente acerca de la nueva Administración y
demás, dijo:
–Señor Maynard, estoy aquí en nombre del presidente.
–Por supuesto que sí –dijo Teddy con una sonrisa forzada.
Estaba esperando que lo despidieran; finalmente, después de dieciocho
años y de numerosas amenazas, había llegado el momento. Finalmente,
un presidente con agallas para sustituir a Teddy Maynard. Éste
ya había preparado a Hoby para el momento. Mientras esperaban al vicepresidente,
Teddy había expresado sus temores.
Hoby garabateaba notas en su habitual cuaderno de apuntes tamaño
folio, a la espera de escribir las palabras que llevaba muchos años temiendo:
«Señor Maynard, el presidente exige su dimisión.»
En lugar de eso, el vicepresidente dijo algo completamente inesperado:
–Señor Maynard, el presidente quiere noticias acerca de Joel Backman.
Teddy Maynard jamás se acobardaba.
–¿A propósito de qué? –replicó sin vacilar.
–Quiere saber dónde está y cuánto tiempo se tardará en devolverlo a
casa.
–¿Porqué?
–No puedo decirlo.
–Pues entonces, yo tampoco.
–Es muy importante para el presidente.
–Lo comprendo. Pero es que ahora mismo el señor Backman es muy
importante para nuestras operaciones.
El vicepresidente fue quien primero parpadeó. Miró a su ayudante,
119
ocupado en la tarea de tomar notas y, por tanto, completamente inservible.
Bajo ninguna circunstancia le revelarían a la CIA los datos acerca
de las transferencias telegráficas y los sobornos a cambio de indultos.
Teddy encontraría la manera de utilizar la información en su propio beneficio.
Les robaría el valioso dato y sobreviviría un día más. Pues no,
señor, o Teddy jugaba con ellos a la pelota o finalmente lo despedían.
El vicepresidente se inclinó un poco más hacia delante, apoyándose
en los codos, y dijo:
–El presidente no piensa llegar a ninguna solución de compromiso
acerca de este asunto, señor Maynard. Quiere esta información y muy
pronto la tendrá. De lo contrario, pedirá su dimisión.
–No se la presentaré.
–¿Hace falta que le recuerde que usted ocupa el cargo porque él así
lo quiere?
–No hace falta.
–Muy bien. Las líneas de actuación están claras. O usted se presenta
en la Casa Blanca con el expediente de Backman y lo discute largo y
tendido con nosotros, o la CIA no tardará en tener un nuevo director.
–Semejante contundencia es insólita en los de su calaña, señor, con
el debido respeto.
–Me lo tomo como un cumplido.
La reunión había terminado.
Con tantas filtraciones como una vieja presa, el edificio Hoover prácticamente
rezumaba chismorreos que invadían las calles de Washington.
Y allí estaba para recogerlos, entre otros muchos, Dan Sandberg,
del Washington Post. Sin embargo, sus fuentes eran mucho mejores
que las del habitual periodista de investigación, por lo que no tardó en
oler el rastro del escándalo del indulto. Introdujo a un viejo topo en la
nueva Casa Blanca y obtuvo una confirmación parcial. El perfil de la historia
empezaba a adquirir forma, pero Sandberg sabía que resultaría
prácticamente imposible confirmar los detalles más escabrosos. No tendría
ninguna posibilidad de ver las pruebas de la transferencia telegráfica.
Pero, si la historia era cierta –un presidente en funciones vendiendo
indultos a cambio de elevadas cantidades en efectivo para su jubilación–,
Sandberg no imaginaba una noticia más sensacional. Un ex presidente
acusado, sometido a juicio y tal vez condenado y enviado a la
cárcel. Era algo impensable.
Se encontraba sentado a su desordenado escritorio cuando recibió la
120
llamada de Londres. Era de un viejo amigo, otro reportero de mucho
calado que escribía para The Guardian. Ambos hablaron unos cuantos
minutos acerca de la nueva Administración, el tema oficial en Washington.
A fin de cuentas, se encontraban a principios de febrero, las calles
estaban cubiertas de nieve y el Congreso estaba hundido hasta el cuello
en el cenagal de las tareas anuales de sus comités. La vida era relativamente
lenta y no había mucho más de qué hablar.
–¿Hay algo acerca de la muerte de Bob Critz? –preguntó su amigo.
–No, sólo un funeral ayer –contestó Sandberg–. ¿Por qué?
–Sólo unas preguntas sobre cómo murió el pobre hombre, ¿sabes?
Eso y el hecho de no tener acceso a la autopsia.
–¿Qué clase de preguntas? Yo pensaba que el caso se había cerrado.
–Tal vez, pero se cerró demasiado rápido. Nada concreto, que conste,
pero quería saber si había ocurrido algo por ahí.
–Haré unas cuantas llamadas –dijo Sandberg, empezando a sospechar
en serio.
–Hazlo. Hablemos dentro de uno o dos días.
Sandberg colgó y contempló la pantalla en blanco de su monitor. Critz
tenía que estar cuando Morgan había concedido sus indultos de último
momento. Dada "la paranoia de ambos, lo más probable era que sólo
Critz hubiera estado en el Despacho Oval con Morgan cuando se tomaron
las decisiones y se firmaron los documentos.
Tal vez Critz sabía demasiado.
Tres horas más tarde, Sandberg despegó de Dulles rumbo a Londres.
15
Mucho antes del amanecer, Marco se despertó una vez más en una
cama desconocida de un lugar desconocido y tardó un buen rato en ordenar
sus ideas... recordando sus movimientos, analizando su grotesca
situación, planificando la jornada que tenía por delante, tratando de olvidar
su pasado mientras intentaba vaticinar lo que podría ocurrir en las
doce horas siguientes. Tuvo un sueño muy agitado por no decir algo
peor. Se había quedado medio adormilado unas cuantas horas; le parecía
que cuatro o cinco, pero no estaba seguro porque su caldeada y pequeña
habitación estaba completamente a oscuras. Se quitó los auriculares;
como de costumbre, se había quedado dormido pasada la medianoche
mientras un alegre diálogo italiano resonaba en sus oídos.
Agradecía la calefacción. Le mataban de frío en Rudley y su última es121
tancia en un hotel había sido tan fría como en la cárcel. El nuevo apartamento
tenía paredes gruesas y ventanas dobles y la calefacción constantemente
encendida. Cuando creyó que ya tenía el día debidamente
organizado apoyó con cuidado los pies en el cálido suelo de mosaico y
le dio una vez más las gracias a Luigi por el cambio de residencia.
Como buena parte del futuro que le habían planificado, ignoraba
cuánto tiempo podría permanecer allí. Encendió la luz y consultó el reloj
de pulsera... casi las cinco. En el cuarto de baño encendió otra luz y se
miró al espejo. La barba que le crecía debajo de la nariz y a los lados de
la boca y le cubría la barbilla era mucho más gris de lo que esperaba.
De hecho, después de una semana de crecimiento estaba claro que por
lo menos un noventa por ciento le saldría gris. Qué demonios. Tenía
cincuenta y dos años. Formaba parte del disfraz y le confería un aspecto
muy distinguido. Con su delgado rostro, las enjutas mejillas, el corto
cabello y las discretas gafitas rectangulares de diseño podía hacerse
pasar fácilmente por Marco Lazzeri en cualquier calle de Bolonia. O de
Milán o de Florencia o de todos los demás lugares que deseaba visitar.
Una hora más tarde salió a la calle bajo los fríos y silenciosos pórticos
construidos por unos obreros que llevaban trescientos años muertos. El
viento era áspero y cortante y una vez más recordó quejarse a su
adiestrador por la falta de ropa de invierno apropiada. Marco no leía la
prensa ni veía la televisión y, por consiguiente, ignoraba las previsiones
meteorológicas. Pero no cabía duda de que el tiempo era más frío.
Echó a andar bajo los pórticos de Via Fondazza camino de la universidad.
Era la única persona que había en la calle. Se negó a utilizar el
plano que guardaba en el bolsillo. Si se perdía, tal vez lo sacara y reconociera
su momentánea derrota, pero estaba decidido a aprenderse la
ciudad caminando y observando. Treinta minutos después, cuando el
sol ya empezaba a cobrar finalmente vida, salió a Via Irnerio, en el extremo
norte de la zona universitaria. Recorrió dos manzanas hacia el
este y vio el rótulo verde pálido del bar Fontana. A través de la ventana
de la calle vislumbró una mata de pelo gris. Rudolph ya estaba allí. Siguiendo
la costumbre, Marco esperó un momento. Miró hacia el extremo
de Via Irnerio, echando un vistazo al tramo de calle que acababa de
recorrer, esperando ver salir a alguien de entre las sombras como un
silencioso sabueso. Al no ver a nadie, entró.
–Mi amigo Marco –dijo Rudolph sonriendo mientras ambos se saludaban–.
Siéntese, por favor.
El café estaba medio lleno, con los mismos personajes del mundo
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